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LA CRISIS DEL ESTADO. Una mirada desde la antropología

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.






El impresionante inicio de “Historia de dos ciudades” nos sirve para acercarnos a la época actual. Es cierto que Dickens se refiere a un momento muy concreto, el inicio de la Revolución Francesa, un momento liminar que cortará en dos mitades el tiempo histórico: lo antiguo y lo moderno. No por casualidad, en materia política, los modos de organización de esos tiempos anteriores los calificamos justamente así: “Antiguo régimen”.

La tesis que sostenemos aquí es que el modo Estado, en el que venimos desarrollando la vida política a lo largo de los últimos siglos, entra en el nuevo siglo en fase de agotamiento y crisis, lo que nos abre a nuevas formas de organizar la convivencia política.

El estado es una forma de organización política que nace a finales de la Edad Media. Su característica básica es que viene dotada de personalidad jurídica propia. Es decir, no es una mera aglomeración de gentes, sino que alcanza a tener voluntad propia, o sea, constituye, a todos los efectos, la sustancia de una persona. El gran filosofo inglés Thomas Hobbes la concibió como un sujeto compuesto por cientos, por miles de individuos, sus súbditos que, conformando la masa de un cuerpo, consiguen recrear la figura de un ser fabuloso al que denominó Leviatán.


La realidad es que el estado ha ido destruyendo todas las otras formas de organización social hasta convertirse, ya en el siglo XX, en la única forma de vida política existente en el mundo. Sin embargo, también es cierto que ha sido la única garantía frente a otros tipos de poderes, no pocas veces mucho más bárbaros y violentos.


Tras las invasiones bárbaras que parecían aniquilar definitivamente la idea de espacio público que se construyó con la Ciudad Antigua, el estado, de alguna manera, vino a salvarlo.


La historia del estado no es otra que la historia de una acumulación de poder, un proceso que va de los viejos reinos renacentistas hasta el gigantismo burocrático que conocerá el siglo XX. Un proceso de crecimiento que fue paralelo a la expansión de su masa humana. Así pasó, en pocos siglos, de una estructura constituida solamente por las minorías cortesanas de los reinos bajomedievales, a extenderse a la totalidad de la comunidad política. La Revolución francesa, como hemos anotado, constituye ese punto de inflexión por el que el viejo sistema -el Antiguo régimen- da paso a un nuevo orden levantado bajo la fórmula de “un estado de todo el pueblo”.


El nuevo orden entrañó una serie de rupturas y, sobre todo, un cambio ideológico. El viejo sistema se sustentaba sobre la máquina mitológica del cristianismo, el nuevo, rompiendo con el corsé de la Iglesia, creará toda una nueva religión basada en el nacionalismo y la ideología del progreso.


Éste es el modo político que llega hasta principios de nuestro siglo. Un proceso de acumulación de poder que alcanza sus cotas más elevadas en las tres formas de organización política que definirán el siglo XX, comunismo, fascismo y socialdemocracia (donde incorporamos el conservadurismo democrático), todas ellas, no lo olvidamos, fruto directo de ese sustrato ideológico que alimenta la Revolución francesa: la Ilustración y el Liberalismo político.

 

***


A lo que asistimos en este comienzo del siglo XXI no es otra cosa que el agotamiento de ese modelo.


El tiempo antiguo, eso que llamamos el Antiguo Régimen, se sustentaba sobre una estructura básica, la Familia y la Casa, es decir, un conglomerado socio-económico levantado alrededor de un sujeto al que se vincula, ya sea de forma biológica o clientelar, todo el resto del grupo. El derecho romano dotaba a este patriarca, al que denomina “paterfamilias”, de un poder inmenso, con derecho de vida, muerte y goce sobre todos los miembros de su casa. Es el universo de lo privado, opuesto a la ciudad. Público y privado encuentran ahí el eje de su oposición sistémica.


La “casa” es un aparato jerárquico y patriarcal recorrido por el ideario religioso de un dios padre y sustentado sobre la violencia y el sexo. Casa es la domus romana pero también lo son los castillos medievales y los palacios barrocos como lo es aún hoy la “Famiglia” por antonomasia, es decir, la Mafia. Aparatos sociales donde la institución se confunde con la biología, donde el “capo”, noble, rey o patrón, rodeado de sus secuaces, impone su dominio por las buenas o por las malas.


Frente al mundo antiguo, sustentado sobre la base de la familia, el estado establecerá sus cimientos sobre dos pilares, la institucionalidad del poder y la sustancia social de una nueva entidad: el individuo. El individualismo clásico, predicado por la Ilustración y el Liberalismo, no se opone al naciente aparato del estado sobre el que fundamenta su sustancia, sino a esa familia clásica que recorre toda la Antigüedad. Individuo y estado constituirán, a lo largo de toda la Modernidad, una unidad conceptual y solo entrarán en colisión con la crisis del siglo XX.


A lo largo de los siglos, la política de los estados no será otra que contribuir a crear ese nuevo sujeto, el individuo, una mónada social libre de los lazos que imponía la familia y el linaje. Con ello se dará paso a un ser carente absolutamente de fuerza, pero por eso mismo apto para fundirse hasta la confusión con la estructura corporativa de Leviatán. El nacionalismo constituirá la cumbre de este modelo, ahí, el ciudadano, desvinculado de cualquier otra dependencia, terminará identificándose absolutamente con su comunidad política. Las clases medias y trabajadoras serán, por eso, su sustancia básica.


***


Sin embargo, desde finales del siglo XX parecen cambiar las cosas, de pronto, pese a parecer superadas, renacen de nuevo las “Casas”. Es cierto que ya no estamos ante esos viejos linajes nobiliarios repletos de escudos y armas, las nuevas casas tienen un perfil distinto, más moderno, pero su sustancia es la misma. De nuevo estamos ante grandes aparatos regidos por el derecho privado, construidos alrededor de una casa y sometidos a la jerarquía de un dominus o señor que ejerce un poder omnímodo no pocas veces saturado también de violencia sexual. Lo que nos interesa remarcar aquí es su estructura familiar. De nuevo estamos ante jerarquías levantadas alrededor de vínculos surgidos de la biología y la amistad, es decir, lejos de esa institucionalidad que define al estado.

Las nuevas casas son, de entrada, las empresas, donde no resulta difícil apreciar esa jerarquía sometida a un tipo de sucesión fuertemente vinculado a lo orgánico de la familia, pero también empiezan a serlo los partidos políticos, cada vez más articulados alrededor de lealtades de tipo biológico y clientelar, y no pocas otras estructuras que, aunque originadas en el espacio de lo público, se recrean ahora bajo tintes privados fruto de la descomposición del estado como instancia superadora de las formas antiguas. Burocracia, ejército, policía, incluso la misma universidad y el aparato judicial se articulan ilegítimamente bajo las viejas leyes de la casa.


El espectáculo que apreciamos en Davos lo dejó bien claro. El nuevo poder ya no radica en la subjetividad de una colectividad asentada en el espacio público, es decir, en la prevalencia del interés común como principio de racionalidad ciudadana. Nace un nuevo “Gotha” del poder. Estructuras que, como sucedía en esa Antigüedad previa al nacimiento del estado, mantienen un poder y capacidad de violencia superior, muy superior, a la que llega a alcanzar el aparato de lo público. En breve, vuelven los Abraham y los Agamenón, tipos que, sin escrúpulo alguno, eran capaces de degollar a sus propios hijos a la búsqueda de un placer que les acercara a los dioses. Renace ese orden privado que, con el nacimiento del estado, parecía haber sido definitivamente expulsado de la vida.


*


El estado, como en la Antigüedad le sucedía también la “ciudad clásica”, gravita necesariamente sobre un ideal democrático, es decir, en la horizontalidad que entraña la igualdad entre todos sus ciudadanos, algo racionalmente incompatible con la sustancia jerárquica que reclama el mundo privado de los patriarcas.


La realidad es que la vieja ciudad clásica fracasó. Desintegrados sus fundamentos democráticos fue incapaz de resistir el empuje de los bárbaros. Hoy la amenaza se cierne sobre el estado. Hablan de libertad, pero la libertad que promueven es solo la libertad del amo. Como los viejos señores medievales, buscan deshacerse de la presión de lo público para imponer una violencia jerárquica que, sin metáfora alguna, alcanza al derecho de pernada. Libertad de matar, de violar, de someter. Los casos de acoso en el mundo empresarial o la violencia machista nos lo recuerdan diariamente.


El estado entraña el monopolio de la violencia, y esto solo es posible con el monopolio del poder y la fuerza, de la policía a las finanzas. Solo así se puede garantizar la libertad e igualdad ciudadana. Con la liberalización de la economía y la reducción del peso de lo público la racionalidad política se va al traste.


Roma quebró cuando las grandes familias, los Escipión, los Craso, los Pompeyo desplegaron un poder que superaba con creces -nos lo comenta Cicerón- la potencia de la urbe. Inevitablemente, al poco, otro dinasta, Cesar, abrió la senda a la ruina de la República. Hoy es inevitable apreciar una similitud con aquellos acontecimientos. Los Steve Job, los Bill Gates, los Jeff Bezos, como otros a nivel local, constituyen los nuevos dinastas que amenazan con arrasar el estado como forma de organización política.


Renacen las familias -la gens- y con ellas renacen los patriarcas y su violencia congénita. Se impone la casa, es decir, en su expresión griega, el Oikos. ¡Cuidado!, de la palabra Oikos deriva el término “Economía”.


Este sí que es el verdadero golpe de estado.

 

*Fernando Olivan es autor de

“Leviatán al desnudo. Una genealogía del estado moderno”

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