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EL PUEBLO JUDÍO




Todo estado, toda nación, incluso todo pueblo, se construye, no en la realidad de la física, sino en el marco de la imaginación. Las estructuras comunitarias se articulan sobre factores simbólicos como las lenguas y la cultura y no sobre inexistentes identidades biológicas, imposibles de apreciar en las grandes colectividades de la sociedad moderna. No existe, si buscamos un componente étnico-genético, ni el pueblo serbio, ni el catalán, ni el igur, ni el judío, ni el palestino, todos ellos son construcciones levantadas sobre el imaginario cultural. Como expone el profesor Slomo Sand, investigador de la Universidad de Tel Aviv, el pueblo judío es, también, una invención.

Lo que hoy conocemos como “pueblo judío” es el resultado de una serie de acontecimientos históricos que arrancan -siempre hay que poner una fecha- con lo que se denomina “la IIª destrucción del Templo”. Ahí nace el concepto de “diáspora”, cuando, según la tradición, tras la guerra judía y la toma de Jerusalén por el general Tito, el emperador Vespasiano dictó la desaparición de los reinos de Judea e Israel. Ahora bien, como en todas las deportaciones que se hacían en tiempos históricos, la emigración forzosa solo afectaba a la clase dirigente, en este caso a la sacerdotal, principal foco ideológico que alentaba el conflicto. Es así como surge un exilio que extenderá la religión judía por todo el Mediterráneo. Pero, esta es la otra cara, en esas tierras de Judá, Samaria, Israel, etc., en sus campos y aldeas, en sus otras ciudades, incluso en la pronto reconstruida Jerusalén, y denominada ahora Aelia Capitolina, se mantuvo esa misma población que la había habitado durante siglos.

Que se mantuvo este componente poblacional judío, lo acredita el que, en menos de un siglo, otras revueltas volvieron a reclamar la atención de Roma, revueltas que llevarán a nuevas guerras, como la que emprende el emperador Adriano frente a la sublevación de Bar Jona. Ahora bien, y aquí ya empieza a funcionar ese incansable operario que es el tiempo, desprovistos de las rígidas directrices religiosas de una clase sacerdotal exiliada, las gentes que llenaban estos valles se fueron adaptando poco a poco, de buen grado o no, a las nuevas realidades socio-culturales.

De esta manera, un verdadero hervidero de propuestas religiosas fue cuajando en medio de una sociedad herida por la violencia de la Metrópoli. Violencia pura y dura en no pocos casos, pero también violencia civilizacional, como magistralmente ironiza la película de “La vida de Brian”. Es en ese caldo de cultivo, y a lo largo de los siglos que constituyen lo que la historiografía denomina la Antigüedad Tardía y que aquí podemos extender de los siglos II y III al VII, donde surgirán las tres religiones del monoteísmo moderno. Ahí nace el Islam, fruto de cruces teológicos de fuerte inspiración cristiana y hebraica, pero también, en un interesantísimo cruce dialéctico, el cristianismo niceano, levantado sobre la compleja arquitectura de la Trinidad divina, y el judaísmo talmúdico, verdadera nueva religión respecto a la tradición de la vieja religión del Templo. Judaísmo y cristianismo competirán de forma encarnizada por ese mismo público que abarrotaba las sinagogas de medio mundo. Uno y otro levantarán su ortodoxia en oposición a la imagen que se hacen del otro. La obra de Justino Mártir nos permite leer esa configuración del nuevo orden cristiano bajo los parámetros de una disputa donde se definirá, partiendo no pocas veces de identidades en disputa, la ortodoxia perfecta de judíos y cristianos.

Tampoco quedó inactiva esa diáspora a la que hemos hecho referencia. Expulsada de su hábitat, recreará el sueño del exilio babilónico allá por donde vaya. El contacto con el mundo exterior y el fuerte proselitismo que desarrolló en esa época abrirán las puertas de la sinagoga a todo ese mundo complejo que encara el fin de la Antigüedad. Una época de angustia, como la denominará el profesor Dodd, y que llevará a muchas de sus gentes a buscar en el texto bíblico unas seguridades que no eran capaces de encontrar en el viejo politeísmo. La sencillez de un solo dios concebido como persona, la pertenencia a un pueblo elegido, la posibilidad, incluso, de una resurrección tras la muerte, dotaban también al judaísmo de un atractivo incuestionable. Un mensaje atractivísimo (“eu-angelum”, o sea, un “ev-angelio”, como luego dirán los cristianos) que arrastrará a miles, cientos de miles, de esos ciudadanos más o menos perdidos en la vorágine del Imperio.

De esta manera, como decimos, poblaciones enteras se acercaron a la sinagoga, una sinagoga todavía indiferenciada, como aún se aprecia en las epístolas paulinas, y que pronto confrontará, hasta destruirlo, con el mundo clásico pagano. Son los conocidos bajo el nombre de los “Temerosos de Dios”, paganos que, como la propia Popea, esposa de Nerón, vendrán a nutrir tanto las filas de esas comunidades en la diáspora como sus “cajas” y recursos económicos.

A esto hay que añadir esas comunidades que, a lo largo del Mediterráneo, de Antioquía al Magreb, quedaron huérfanas de la dirección política de Cartago -otro pueblo semita también arrasado por Roma- y que pronto encontraron también en la religión judía, y en las mil secuelas que la seguían como el cristianismo, el pivote religioso, el sueño, el imaginario, de una identidad perdida. La común raíz semítica de sus lenguas y costumbres, la circuncisión, por ejemplo, facilitará enormemente el encuentro identitario.

Un proceso que se repetirá también en otros espacios. El Nilo dio paso a todos estos misioneros a las regiones del Cuerno de África, países como Somalia y Etiopía se convertirán en espacios donde los proselitismos cristiano y hebreo confrontarán abiertamente. También esa palabra de Dios alcanzará, a través de las lejanísimas ciudades helénicas de la Gordiana, a pueblos absolutamente extraños al mundo latino como los mongoles y turcómanos. Uno de estos kanatos tártaros se convertirá, incluso, al judaísmo, los jázaros, abriendo las estepas de Asia a mitos y leyendas extrañamente ambientados en el oriente mediterráneo. Sobre la presencia de esa “tribu perdida”, la número trece se llegó a decir, llegará a “imaginar” Lenin, ahí, a las orillas del Caspio, la construcción de la República Socialista Soviética Judía.

A lo que voy. Desde un punto de vista genético, si es que esto tiene alguna importancia, los hoy palestinos son los verdaderos descendientes de aquellos pobladores que habitaban los reinos de Judá e Israel. Como, no sin cierta ironía nos comenta el profesor Slomo Sand, los que hoy se reclaman como ashkenacies, incluso, sefardíes, tienen más que ver con los descendientes de esas otras comunidades, de bereberes a mongoles, que, como consecuencia de la diáspora, entran en el credo judaico hasta terminar por constituir, pese a la pluralidad de sus orígenes, lo que con el tiempo será conocido como el pueblo judío.

En definitiva, como se puede ver, desde un punto de vista étnico, el ideal de un origen común carece de consistencia a la hora de configurar eso que llamamos el pueblo judío. Como manifiesta el profesor Slomo Sand, estamos ante una invención. Una invención como, en la simetría de los acontecimientos, recorre también la idea de un pueblo palestino. Uno y otro, en definitiva, desde el punto de vista étnico, tienen más en común de lo que parece. Desde un punto de vista meramente étnico pudiéramos entender que, en realidad, el conflicto judeo-palestino no es más que una guerra civil dentro de un mismo pueblo.


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